El límite sexual para una política posible
Publicado originalmente en «El Dipló: Pobreza y cuerpo – 2 – Edición N. 166 – Abril de 2013».
Por Juan Marco Vaggione*
Desde su elección como nuevo líder de la Santa Sede, el papa Francisco ha dado señales, simbólicas y discursivas, de que pretende una Iglesia para los pobres. Pero el integrismo sexual defendido por el Vaticano en las últimas décadas condiciona de manera estructural cualquier política coherente y progresista contra la pobreza.
Contrariando los pronósticos de la modernidad, la elección de un Papa se sigue observando como si de este pequeño acto dependiera el futuro de amplios sectores de la población. El mundo parece detenerse, aunque sea por unos días, a debatir sobre el impacto futuro de un nuevo papado escrutando las primeras manifestaciones del Pontífice. El caso de Bergoglio devenido Francisco no es una excepción y las primeras horas de su gestión han concitado un fuerte interés y una creciente esperanza al haber dado a entender, tanto simbólica como discursivamente, que la pobreza volverá a ocupar un lugar destacado en la política de la Santa Sede.
Así lo confirmaron diversos analistas que ven en su forma de vestirse, en el material de su anillo, en su actitud humilde, en su origen jesuita, indicadores de la importancia que tendrá la desigualdad social para la Iglesia. Así, lo afirmó el propio Bergoglio al sostener que quiere “una Iglesia pobre y para los pobres”. De modo rápido, estos símbolos y palabras recuerdan la frase “la opción preferencial por los pobres” que hace varias décadas marcó una Iglesia progresista y moderna con hitos como el Concilio Vaticano II (1962-1965), los documentos de Medellín (1968) y Puebla (1979) y el legado de la Teología de la Liberación.
Esta sensación de que la Iglesia Católica podría volver a los pobres en tanto sujetos oprimidos y a la pobreza en tanto estructura injusta ha generado fuertes expectativas entre teólogos progresistas, creyentes desencantados, ciudadanos ansiosos y líderes políticos urgidos de legitimidad. Después de todo, es difícil criticar un discurso que centra la acción política sobre la pobreza, sobre todo para testigos provenientes de una América Latina que sigue siendo la región más desigual del mundo. Sin embargo, estos símbolos y discursos sobre la austeridad y la pobreza, esta construcción política que comienza a edificarse desde el Papado deberán confrontar con una institución que tiene sus propias lógicas burocráticas, líneas ideológicas y órganos de poder.
En este momento de optimismo y renovada legitimidad es necesario considerar algunos aspectos que restringen el campo de acción de la Iglesia Católica en relación a una política contra la pobreza coherente y progresista. Más que una biografía del nuevo Papa, es importante reflexionar sobre las dimensiones estructurales que condicionan cualquier acción. Entre los varios aspectos, se destaca el orden sexual defendido por la Iglesia, una herencia desafiante para cualquier política de la Santa Sede.
Una moral sexual integrista
Las instituciones religiosas suelen tener una marcada política sobre el cuerpo, la sexualidad y la reproducción. El disciplinamiento del orden sexual ha sido, continúa siendo, una prioridad para distintas religiones ya que, de modos diversos, también les permite un control sobre lo social. La Iglesia Católica no es una excepción sino que incluso se ha transformado en uno de los principales actores en defensa de una concepción restrictiva y opresiva de lo sexual. El integrismo sexual de la Iglesia Católica tiene, obviamente, una larga historia con marcas importantes como las influencias de San Agustín y Santo Tomás o el recrudecimiento de la moral sexual como consecuencia de la Reforma protestante. Incluso, el Concilio Vaticano II, momento al que se vuelve constantemente para referir a una Iglesia moderna y aggiornada, dejó pasar una posibilidad concreta y real de flexibilizar su postura ya que estuvo en debate la posibilidad, luego rechazada, de aceptar el uso de la anticoncepción como una opción moral.
Juan Pablo II y Benedicto XVI, que constituyen un bloque respecto a la política sexual de la Iglesia, llevaron esta postura restrictiva a nuevos umbrales. En un contexto en el cual la demanda por el pluralismo en temas de sexualidad fue creciendo (tanto al interior de la Iglesia como en las sociedades) Juan Pablo II y Benedicto XVI endurecieron aun más la postura llevando a la institución a una de sus más fuertes crisis. En vez de adaptar la Iglesia, aunque sea de forma moderada, a esta situación, decodificaron este pluralismo en clave de relativismo moral y de ataque directo a la tradición religiosa que defendían. De algún modo construyeron una maquinaria de disciplinamiento moral y político que se vuelve hoy el principal desafío para una Iglesia progresista y abierta a la pobreza en sus discursos y en sus prácticas.
El integrismo sexual se volvió un boomerang que acecha ahora la legitimidad de cualquier cúpula que ocupe la Santa Sede. La cobertura mediática mundial de la renuncia de Benedicto XVI reconoció al tema de los abusos sexuales como crucial para el futuro de la institución. Al principio, estos casos se negaron u ocultaron por parte de una jerarquia obsesionada por defender la construcción moral de la Iglesia, para luego intentar explicarlos como un problema delimitado a algún país o a algún sacerdote en particular. El Papa renunciante, aclamado por algunos como valiente respecto a esta cuestión, no sólo fue parte de la red de silenciamientos sino que asoció estos abusos a la homosexualidad al aprobar instrucciones para prohibir el ingreso como seminaristas a quienes “presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas”. Silencio, complicidad y, finalmente, homofobia han sido las respuestas que el Vaticano ha dado a esta problemática.
Pero los abusos sexuales son sólo la parte más visible de un orden sexual que implosiona. Junto a estas conductas criminales (o tal vez potenciadas por ellas), el celibato ha quedado visibilizado como una construcción histórica fóbica y sin asidero ya que se contrapone a la realidad de sacerdotes con vínculos sexuales, románticos o familiares. A esto se agrega que el orden sexual defendido desde la jerarquía también es contradicho por la inmensa mayoría de sus fieles. Basta observar cualquier encuesta en la región para confirmar que alrededor del 90% de los-as creyentes acuerda con el uso de anticonceptivos como un dato que, aunque naturalizado, marca la fuerte ruptura del sujeto moral construido porel Vaticano y las prácticas y actitudes concretas de los-as católicos-as. Las encuestas también evidencian esta ruptura en temáticas como la educación sexual, los derechos a las personas trans, lesbianas y gays o incluso la despenalización del aborto.
Esta máquina de disciplinamiento moral se obsesiona con lo simbólico, con un orden sexual jerárquico que no se sostiene ni en las prácticas de sus líderes ni en las de sus seguidores. Una política sobre la pobreza difícilmente pueda montarse sobre una jerarquía católica que tiene que atravesar, primero, su creciente deslegitimidad como resultado dela complicidad corporativa que, de algún modo, parece haber regido en los últimos años. No es necesario apartarse del campo católico para encontrar los-as principales críticos-as de este disciplinamiento fallido. Son cada vez más frecuentes y vocales los-as católicas que, de forma individual o colectiva, alzan sus voces en contra de la herencia patriarcal y homofóbica. Si la Iglesia pretende seguir siendo un reservorio moral, uno de los principales desafíos es repensar el esquema imposible respecto a lo sexual sobre el que se asienta. Pretender moralizar la política desde una postura que insiste en el anclaje entre sexualidad y reproducción no sólo es fácticamente imposible sino politicamente riesgoso.
Poderosa maquinaria de disciplinamiento
La Iglesia no sólo busca disciplinar a las personas que se identifican con el catolicismo sino que también tiene un rol crucial en la política contemporánea influenciando debates públicos y legales. Si bien el integrismo sexual, como afirmara previamente, se constituyó a lo largo de la historia, la construcción de una maquinaria política para intervenir públicamente en defensa de su doctrina es más reciente. Los 90 son un momento clave en el que se condensa la obsesión política del Vaticano con lo sexual, en gran medida como reacción frente al avance del feminismo en foros transnacionales (tales como las conferencias internacionales de las Naciones Unidas de El Cairo y Pekín). Juan Pablo II y Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, refuerzan y rearticulan el papel de la Iglesia Católica como actor público en defensa de un modelo único de familia y sexualidad.
Uno de los documentos oficiales que articulan esta maquinaria es la encíclica Evangelium Vitae de Juan Pablo II (1995). En ella se formaliza por primera vez la oposición entre la “cultura de la vida” y la “cultura de la muerte” que, según el Papa, caracteriza la política contemporánea. Bajo la cultura de la muerte se agrupan diversos actores y sectores de la opinión pública así como las agendas políticas que buscan el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos. En gran medida esta cultura de la muerte ha sido generada por lo que el documento denomina “mentalidad anticonceptiva” y se señala, en otros documentos, a la “ideología de género” como una fuerza contraria a la “cultura de la vida”. Aunque se reconoce un peso moral diferente entre el aborto y la anticoncepción, ambas cuestiones, según la encíclica, se relacionan directamente “como frutos de una misma planta”.
Esta maquinaria política se compone de diversos engranajes que se vuelven visibles allí donde se debate lo sexual. Desde el Vaticano se hace un llamado a que los fieles tengan un rol activo en la defensa política de la moral sexual católica. Como resultado se ha producido una creciente presencia de las autodenominadas ONG provida y profamilia que son un componente central del activismo católico conservador. También se convoca a los intelectuales a generar argumentaciones en defensa del magisterio eclesial que sean “capaces de ganarse por su valor el respeto e interés de todos”. El mismo año de la encíclica, Juan Pablo II crea la Pontificia Academia para la Vida que tiene entre sus objetivos producir y circular discursos científicos favorables al magisterio de la Iglesia. Finalmente el Vaticano también instruye a legisladores y políticos sobre cómo deben actuar frente a proyectos y leyes que van en contra de la postura oficial de la Iglesia (sobre todo en casos como el reconocimiento de derechos a parejas del mismo sexo o la despenalización del aborto).
La radicalidad y el dogmatismo de esta maquinaria política, que instrumentada desde la Santa Sede se rearticula al interior de los países, son una limitante para una institución que busca influenciar los debates sobre la pobreza. Se suele poner el eje sobre la esperable oposición de la Iglesia al aborto o a la homosexualidad, pero se invisibiliza y olvida que también se opone a cualquier forma de anticoncepción e incluso al uso del preservativo para evitar el VIH. Una política contra la pobreza montada sobre este integrismo sexual genera fuertes dudas sobre sus consecuencias.
Una Iglesia, ¿para cuáles pobres?
La lucha contra la pobreza sigue siendo un desafío para el mundo contemporáneo, sobre todo por el impacto del neoliberalismo y las neoguerras santas que han intensificado la desigualdad y la exclusión. Pero también es imprescindible que la misma vaya acompañada por una construcción democrática de lo sexual que permita el acceso ala anticoncepción o a la educación sexual, que se preocupe por solucionar el tema de las muertes de mujeres por aborto y que potencie las campañas a favor del uso de preservativos para combatir el VIH. ¿Cómo pretender sociedades másjustas sin políticas públicas que empoderen a la población sobre el derecho a una vida sexual plena, a tener control sobre la reproducción o a evitar enfermedades de transmisión sexual?
La maquinaria moral y política que la Iglesia ha construido en las últimas décadas es un contrapeso inevitable para cualquier politización de la pobreza que, desde la Santa Sede, se quiera instrumentar. Una construcción de la pobreza montada sobre la moral sexual integrista de la Iglesia se vuelve, inevitablemente, conservadora. Lo sexual no es un aspecto marginal en la lucha por la desigualdad sino, por el contrario, uno de los ejes que condicionan su impacto. Una Iglesia que insiste enla sexualidad como reproductiva sólo puede construir un cuerpo irreal, sobre el que parece imposible pensar algún tipo de política democrática. Aquí se plantean dos escenarios superadores que son, obviamente, difíciles y complicados. Uno es que la Iglesia revierta su magisterio y consiga, finalmente, ingresar a la modernidad en todos los aspectos. Ha circulado la idea de un Concilio Vaticano III que, décadas más tarde, tematice aquello que el Concilio anterior no logró. Sin dudas, el nuevo Papa modificará algunos aspectos de la moral sexual no sólo para solucionar los crímenes sexuales de la Iglesia sino también para acercarse parcialmente a sus propios fieles. Sin embargo es tanto lo que la sociedad cambió que cualquier modificación del magisterio será inevitablemente insuficiente.
El otro escenario, tal vez menos complicado, es que la Santa Sede desarme la maquinaria política construida sobre lo sexual. Que privilegie como actor público la lucha contra la pobreza y que despolitice la obsesión con la sexualidad que ha caracterizado a los dos Papas previos. Esto no implica, necesariamente, un cambio en la moral sexual que la Iglesia defiende, pero sí que limite su disciplinamiento al campo religioso y que se excluya del campo político (donde ha demostrado tener más poder incluso que entre su jerarquía y creyentes). Es importante un cambio en el énfasis político de la Santa Sede (cambio ya dado por muchos sacerdotes y monjas) por el cual se retraiga de la necesidad naturalizada de defender su postura en las legislaciones y las políticas públicas para, de este modo, colaborar con uma política contra la pobreza más real y progresista.
La anécdota sobre la carta que Jorge Bergoglio envió a las Carmelitas Descalzas atando el matrimonio para las parejas del mismo sexo con la envidia del Demonio se ha transformado, para muchos, en una clave de lectura sobre el papel del nuevo Papa respecto al integrismo sexual. Conviven en la prensa y en los debates dos construcciones diferentes respecto a este hecho. Algunas versiones recogidas por los principales diarios de circulación internacional presentan un Papa moderado y sostienen que Bergoglio no compartía esta postura intransigente pero la encarnó presionado por los sectores más integristas. Para otros, en cambio, la carta publicitada por la propia Iglesia confirma a Bergoglio como parte de los sectores patriarcales y homofóbicos. Más allá de cuál sea la versión correcta, inclusive presuponiendo aquella que prefiere verlo moderado, es innegable que en su nueva función deberá soportar presiones mucho más conservadoras y poderosas, particularmente de los mismos cardenales que lo eligieron. Ahí Bergoglio terminará de sellar su biografía así como la posibilidad de una Iglesia real para pobres reales.
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* Juan Marco Vaggione es Profesor e Investigador de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC)-CONICET, Argentina. Es también Director del Programa em Derechos Sexuales y Reproductivos de La Facultad de Derecho y CsSociales (UNC).