Sonia Corrêa
Estas notas sobre el fin del gobierno de Bolsonaro son breves y preliminares. Fueron escritas mientras iba acostumbrándome a las nuevas condiciones del tiempo que se estrenó el domingo. Para ser más precisa, que se instaló desde ayer anoche cuando quedó claro que, a pesar de una declaración cobarde y deplorable y de los intentos de golpe de Estado de última hora, hemos iniciado un nuevo ciclo político. Empiezo por el sentimiento y no por la información objetiva. Escribo con un sentimiento muy distinto al que me embargó, en 2018, cuando, tras el asombroso resultado electoral que eligió a Bolsonaro como presidente, me ha tomado una rabia productiva. De inmediato, me senté para escribir un ensayo al que, inspirado por el articulista Celso Rocha Barros, di el título de «Elecciones brasileñas: ¿Catástrofe perfecta?«. Hoy mi sentimiento no es de compulsión reflexiva, sino de relajar, de acostumbrarme a una situación en la cual ya no será necesario levantarse cada mañana preparada para una nueva crisis, para una nueva catástrofe, para un nuevo absurdo.
Así es como hemos vivido los últimos cuatro años. Condiciones personales y políticas moduladas por el ritmo del neofascismo: una constante sensación casi física de que en cualquier momento puede ocurrir lo peor. Un estado de guerra política permanente como ya señalaba el filósofo Marcos Nobre, en 2019 cuando el gobierno que ahora se va apenas había comenzado. Hace dos días, por tanto, empezaba yo a acostumbrarme de nuevo a la normalidad de no tener que prepararme para lo peor. Pero, evidentemente, no era tan sencillo. Casi 48 horas después de la confirmación del resultado por parte de la Justicia Electoral volvimos a quedarnos paralizades, frente a las pantallas, a la espera de un hecho insólito o quizás absurdo. El lamentable personaje que acababa de ser derrotado electoralmente dejó al país como rehén durante más de una hora a la espera de una lamentable declaración en la que no reconoció su derrota y en la que, de forma retorcida, legitimó la acción de sus partidarios, que estaban bloqueando más de 300 carreteras desde la noche anterior. Un acto de afrenta, pero también de cobardía. Afortunadamente, desde entonces va quedando cada vez más claro que los contornos del repudio a la autocracia van más allá del electorado que votó a Lula y de las barreras impuestas por el poder judicial a las amenazas al régimen democrático. El persistente estado de angustia e incertidumbre instalado en 2018 está llegando a su fin, aunque las huestes bolsonaristas sigan bloqueando carreteras y haciendo manifestaciones por todo el país en las que piden por intervención militar.
Con este telón de fondo, compartiré algunos elementos relevantes de los resultados electorales que nos han traído hasta esa orilla. El primer de ellos es que, como bien señaló José Roberto de Toledo en el Foro de Teresina del lunes (31/10/2022), los números finales para 2022 no son muy diferentes a lo visto en 2018. Bolsonaro tuvo los mismos 59 millones de votos y el patrón de distribución de su electorado es más o menos el mismo. Una vez más, el Nordeste (alrededor del 70% de los votos) y parte de la región Norte (un poco menos) votaron masivamente por Lula (como habían votado masivamente por Haddad hace cuatro años). En el sur y el sureste, las regiones más industrializadas y ricas del país, así como en el centro-oeste, donde predomina la economía agroindustrial, Bolsonaro ganó (con un margen mayor en algunos lugares, como Río de Janeiro). Los votos de Lula han sido fundamentalmente de las mujeres, de la población negra, de la población joven, de los indígenas, de las personas LGBTTI, de una mayoría de los católicos (60%) y, sobre todo, los más pobres, es decir, las personas que viven con menos de dos salarios mínimos al mes (500 dólares). Y todo indica que fue la mayor votación de la población más pobre del Sudeste la que determinó el resultado final, con un margen de ventaja de sólo 2,1 millones de votos para Lula. Por otro lado, los que ganan más de dos salarios mínimos y, sobre todo, los muy ricos, los blancos, los hombres y el 70% de los evangélicos, votaron mayoritariamente por Bolsonaro. Dicho esto, las elecciones de 2022 también hicieron muy flagrante la creciente adhesión, aunque minoritaria, de mujeres, negros y personas LGBTTI a la política de la ultraderecha.
Esta cartografía es muy significativa. Ella nos dice que fue la combinación o intersección entre las aspiraciones de los sectores más pobres y las demandas de los sujetos potencialmente portadores de las agendas nombradas (y descalificadas) como identitarias lo que aseguró la derrota del neofascismo, abriendo espacio para la reconstrucción de la democracia brasileña (ver artigo de Flávia Oliveira). A partir de ahora, el desafío puesto para quienes participan en las luchas en torno al género, la sexualidad y los derechos humanos en Brasil será precisamente reflexionar sobre las implicaciones de esta intersección y diseñar formas para que ella sea cada vez más orgánica y no simplemente electoral. Una agenda de articulación entre la superación de la precariedad y el reconocimiento de la diferencia como pauta de los derechos humanos y viceversa.
Este es el lado bueno del escenario que emerge de la disputa electoral, pero también hay sombras.
Es imposible no inquietarse mucho por la proximidad entre las cifras de 2018 y 2022, que, cuando se leen crudamente sin referencia al contexto, sugieren que no ha sucedido en el país todo lo que de hecho pasó en los últimos cuatro años. Es decir, la guerra permanente, la continua erosión democrática, una desastrosa gestión de la política económica y el interminable desmantelamiento de las políticas públicas en el ámbito medioambiental, en la educación, en la cultura, en los derechos humanos, en la política exterior y también en salud. Vale acordar que la política nacional de salud no se ha destruido por completo porque el Sistema Único de Salud está anclado en definiciones constitucionales y, desde la década de 1990, ha visto consolidada su estructura de funcionamiento. De lo contrario, la respuesta al COVID-19 habría sido aún más catastrófica de lo que fue bajo la política neo-darwinista promovida por el gobierno federal que promovió deliberadamente una supuesta inmunidad de rebaño, dejando a su paso casi 700.000 muertes, una cuarta parte de las cuales, al menos, podría haberse evitado.
Los resultados de 2022, lamentablemente, informan de que no hay correlación entre esta tragedia y el comportamiento electoral. Ciudades donde la mortalidad por el COVID-19 fue colosal, como Manaos – donde se vivió la peor crisis epidémica de Brasil- o Boa Vista – donde murieron más del 50% de las embarazadas infectadas por el virus – han votado masivamente a Bolsonaro. Esta inquietante realidad nos lleva a un segundo reto: investigar y reflexionar sobre lo que subyace a estos resultados paradojales. ¿Por qué la pérdida de vidas y el luto que nos dejó paralizados durante los dos años de la pandemia no se han convertido en repulsión hacia el gobernante que llevó a cabo esta política genocida?
Sabemos que buena parte de los votos obtenidos por Jair Bolsonaro en la primera y segunda vuelta de las elecciones de 2022 se explican por la eficacia de la maquinaria clientelar y fisiológica montada por sus aliados del llamado Centrão con vistas a garantizar su reelección.[1] Una máquina regada por una enmienda constitucional espuria, que ofreció beneficios de diversa índole a la población en el «momento oportuno»: una población cuyos ingresos y ahorros habían sido agotados por la pandemia. Al mismo tiempo que el «presupuesto secreto» creado por el actual presidente de la Cámara llenaba los bolsillos de alcaldes y concejales. Es decir, el clientelismo y el fisiologismo político estructural, que no han sido depurados en cuatro décadas de democracia, desde el año pasado pasó a servir a los designios de la desdemocratización. Esta lamentable realidad hace que la victoria de Lula sea aún más admirable y poderosa. Pero la escala y los efectos electorales de esta maquinaria también plantean la urgente necesidad de debatir y solucionar esta perenne distorsión del sistema democrático y de la cultura política brasileña.
Además, una vez más, como era previsible, la ultraderecha ha disparado la fantasmagoría en las redes sociales y los mundos sumergidos de Whatsapp y Telegram para demonizar a Lula y al Petismo. En 2022, esta estrategia se centró menos en el espantajo de la «ideología de género» qué en su reverso, es decir, la amenaza del comunismo. Y, en la segunda vuelta, cuando la amenaza comunista no tuvo el efecto esperado más allá de ciertas fronteras, la campaña de Bolsonaro comenzó a asociar abiertamente a Lula con la criminalidad, una amenaza más concreta y palpable en la vida cotidiana de los votantes. También utilizó ampliamente la mentira de que Lula cerraría las iglesias si llegaba a la presidencia. No es que la «ideología de género» estuviera completamente ausente, apareció en denuncias de que el PT instalaría baños unisex en todas las escuelas del país y en nuevas reiteraciones sobre la promoción de la «ideología de género en la educación». Pero ya no fue el ciclón antigénero que se apoderó del espacio electoral de 2018, pero sí sus desdoblamientos.
Por otro lado, un blanco principal, y una pérdida flagrante, en el conflictivo proceso electoral de 2022 fue el derecho al aborto. Este tema «difícil» surgió en el proceso preelectoral, en abril, cuando Lula dijo en un debate que el aborto es un problema de salud pública. La reacción en los medios y en las redes sociales no fue tan negativa pero, desde entonces, el fantasma de un Lula “abortista” empezó a inundar las redes sumergidas de la guerra electoral. En respuesta, cuando comenzó la campaña, Lula declaró en numerosas ocasiones que estaba en contra del aborto, incluso en la carta de intenciones dirigida a los evangélicos y en el último debate electoral en televisión, el viernes 28 de octubre. Además de estas declaraciones perentorias, en la segunda vuelta, la campaña del PT acusó a Bolsonaro de haberse pronunciado en el pasado a favor del aborto, generando una avalancha de posiciones a la izquierda del espectro político que arrastraron más agua al molino de la demonización de lo que, en realidad, no es más que un grave problema de salud pública.
Sin duda, en un contexto electoral tan caldeado, la campaña de Lula necesitaba posicionarse para desinflar la fantasmagoría. Pero podría haberlo hecho de otra manera, sin amplificar los obstáculos simbólicos e ideológicos que dificultarán que se retome esta agenda a partir de ahora. Cabe decir que no por ello el aborto ilegal e inseguro ha dejado de ser un obstáculo en la vida de las mujeres y, sobre todo, de las niñas, ni un tema innegociable de la democracia que vamos a empezar a reconstruir.
Por último, pero no menos importante, en el ciclo que ahora se inicia también es saludable hacer un balance sobrio y firme de lo que hemos sido capaces, pero también de dónde hemos fallado en la resistencia a la consolidación del neofascismo en Brasil. Como escribió Janio Freitas, lo que ha ocurrido en el país en los últimos cuatro años ha sido humillante e indigno. Sin embargo, las instituciones y la sociedad tardaron demasiado en responder a las amenazas que no han hecho más que crecer desde 2019. Pienso, por ejemplo, en los cientos de pedidos de destitución estancados en el Congreso, con base en una lógica que reduce la política al cálculo y minimiza el significado de la política como resistencia. Luego, a partir de 2021, cualquier impugnación de la prevaricación presidencial quedó sepultada por la connivencia entre el Planalto y el Centrão.
Tampoco fuimos capaces de sedimentar, anticipada y eficazmente, una amplia coalición prodemocrática y antifascista. La amplia y plural alianza formada en la última etapa del ciclo electoral que termina fue crucial para la victoria de Lula. Este arco, sin embargo, podría haberse tejido antes y, de haber ocurrido, habríamos llegado a la dura trinchera de octubre de 2022 con más energía y robustez para enfrentar y contener la avalancha producida por la maquinaria electoral del gobierno y las nuevas oleadas de fantasmagorías, falsedades y violencia política. Dicho esto, el tejido político plural que surge con la victoria de Lula es, en mi opinión, un activo que puede ayudarnos a reconstruir las ruinas que dejó el desgobierno. También es una oportunidad de aprendizaje. Como escribió Marina Silva en un hermoso artículo para O Globo, el bricolaje de esta reciente alianza no debe leerse como debilidad o posibilidad de fracaso, sino como:
“Algo que nos lleve, desde ya, a divergencias no destructivas y a convergencias políticas y programáticas que generen consensos progresistas y proyectos compartidos, única forma de asegurar el mantenimiento y la expansión de nuestra democracia en un ecosistema político diversificado, vacunado contra el poder político excluyente y excluyente”.
Esta política interseccional y de alianzas será, entre otras cosas, crucial para contener y eventualmente mitigar los efectos de las fuerzas de ultraderecha que no se desvanecerán con la derrota de su líder. De hecho podrán agudizarse y hacerse más virulentas.
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[1] El Centrão és el campo fisiológico del sistema político brasileño que siempre ha operado con base al acceso a recursos del aparato estatal y puestos y no por ideología. Originado en Arena, el partido que apoyaba la dictadura, en democracia abandonó posiciones extremadas, pero en esa última cuadra se ha alineado con la extrema derecha, volviendo de algún modo a sus orígenes.
Imagen: fragmento de la obra Leading Races of Man de Malala Andrialavizana, Fundação Gulbekian, Lisboa