Desde nuestro primer especial, hemos realizado lecturas biopolíticas de la pandemia para analizar cómo su gestión activó o incluso actualizó los dispositivos estatales de vigilancia y gestión de la población a gran escala. En el número de junio de 2020, dedicamos especial atención al debate suscitado por el polémico artículo del filósofo italiano Giorgio Agamben sobre el uso estatal de la pandemia para justificar los estados de excepción. Pero en su momento también señalamos que esta clave de lectura, aunque necesaria, no debía obviar la lógica y los efectos biopolíticos de las estrategias de inmunidad de rebaño que, en ese momento, se estaban adoptando en Brasil, Estados Unidos, Reino Unido, Suecia y México para «salvar las economías» y, por motivaciones políticas, por las autocracias que gobernaban Nicaragua, Bielorrusia y Turkmenistán.
Esta comprensión era ineludible para quienes miraban el escenario inicial de la pandemia desde Brasil, un país en el que, como dijo en aquel momento el médico Arnaldo Litchenstein, director del Hospital das Clínicas de la USP, la forma en que el gobierno federal respondió a la crisis fue una política eugenésica. Algunas voces reaccionaron a la declaración sugiriendo que era exagerada. Desde entonces, los otros países de la mencionada lista cambiaron sus políticas o salieron de las noticias, pero las acciones del gobierno de Bolsonaro siguieron guiándose, aunque no siempre de forma explícita, por la lógica neodarwiniana de la supervivencia del más fuerte o la negligencia deliberada.
En abril de 2021, cuando el coste humano de la pandemia ya había alcanzado los 400.000 muertos, se instaló en el Senado la Comisión Parlamentaria de Investigación COVID-19 para investigar los episodios de corrupción en la compra de la vacuna COVAXIN. Sin embargo, como sería previsible en las condiciones brasileñas, el trabajo del IPC sacó a la luz un cúmulo de pruebas incontrovertibles de que el gobierno federal y numerosos agentes privados del ámbito médico habían respondido a la pandemia en modo de «dejar morir». Aunque en varios países se han denunciado e investigado problemas de corrupción e ineficacia en la conducción de las políticas de respuesta al COVID-19, Brasil parece constituir un caso único en el que las instituciones políticas destriparon sistemáticamente los significados y efectos nocivos de un modo peculiar de gestionar la pandemia.
En octubre, cuando la Comisión terminó su trabajo, se habían perdido más de 600.000 vidas, la mayoría de ellas de personas cuya vulnerabilidad a la pandemia se veía agravada por la edad, las comorbilidades, la clase, la raza, la etnia o el lugar de residencia. Las pruebas que el IPC sacó a la luz, especialmente en el caso de la conducta adoptada por Prevent Senior, nos indican que la declaración del Dr. Litchenstein no fue irracional, sino premonitoria. Sin embargo, en la etapa final de la redacción del informe del IPC, el uso del término «genocidio» para denominar el impacto diferenciado de la COVID-19 sobre los pueblos indígenas fue objeto de un acalorado debate entre los senadores y en la propia sociedad. El texto final no utilizó el término, pero adoptó el lenguaje relacionado de «crimen contra la humanidad» (en el caso de los indígenas) y «epidemia seguida de muerte» (en el caso de la población en general). Estas secciones del informe serán llevadas a la Corte Penal Internacional, sumándose a otras seis acciones para incriminar al gobierno de Bolsonaro ya recibidas por ese tribunal. El informe también acusa al presidente y a varios otros funcionarios del Estado de otros 22 delitos que deben ser investigados por la justicia brasileña.
Debido a los juegos dudosos e inciertos que dominan la dinámica política nacional, muchas voces han planteado preguntas legítimas sobre el alcance y el castigo de estas violaciones de los derechos humanos y otros delitos. Sin embargo, no se debe minimizar la ejemplaridad de los resultados de las investigaciones realizadas por el Senado, incluso más allá de las fronteras brasileñas. No es, en nuestra opinión, trivial que el titular del Washington Post del 22 de octubre fuera «Si Bolsonaro puede ser acusado de crímenes, ¿se aplica lo mismo a Trump?»