Sexuality Policy Watch [ES]

La afasia de la izquierda brasileña y el terror de Estado en Nicaragua

Sonia Corrêa, Monica Herz, Lena Lavinas y Humberto Meza

Ileana Lacayo, periodista feminista era perseguida por el gobierno de Nicaragua desde 2018. Fue amenazada por informar del asesinato de su colega Ángel Gahona, que murió durante una transmisión en vivo, tiroteado por la policía mientras cubría la represión del gobierno dirigido por el Frente Sandinista, FSLN, a las protestas que salieron a la calle ese año. En abril de 2021, Ileana sintió los primeros síntomas de COVID, pero se negó a ir al hospital porque temía ir a prisión. Fue ingresada una semana después, cuando sus pulmones ya estaban comprometidos y murió en menos de 48 horas.

La degradación política del FSLN no comenzó ayer. Viene de finales de los 90s cuando Zoilamérica, hija de Rosario Murillo e hijastra de Daniel Ortega lo acusó de violación sistemática, pero a pesar de la acusación, quedó impune gracias a un pacto espurio del FSLN con la derecha más corrupta que dirigía el gobierno en ese momento. Sin embargo, desde el estallido civil de 2018, el régimen encabezado por Ortega y su esposa Rosario Murillo ha intensificado la represión estatal. En estos tres años, ha criminalizado a las organizaciones de derechos humanos ocupando o destruyendo sus respectivos locales, ha aprobado una ley que prohíbe las movilizaciones sociales, ha cancelado el registro de 45 ONG, incluidas organizaciones internacionales como Oxfam e incluso asociaciones médicas que denunciaban la falta de prevención en la pandemia. A finales de 2020, aprobó un conjunto de leyes que anulan los derechos políticos de las feministas y los líderes de la oposición. Por si fuera poco, cerró el único diario de circulación nacional y suspendió el registro de Las Manas, la organización LGBTTI más antigua del país, junto con las organizaciones de desarrollo municipal.  De este modo, cancela proyectos de participación social y desarrollo que han tardado décadas en consolidarse.

La represión ejercida por el régimen no sólo es a través de la policía. Desde 2008, cuando se produjeron las primeras protestas contra el fraude en las elecciones municipales en el país, motociclistas armados con garrotes fueron movilizados por el FSLN para golpear a los manifestantes que salen a las calles contra el gobierno a cada año. Las acciones de estas milicias se tornaron más violentas en el levantamiento cívico de 2018 contra la reforma al sistema de pensiones que Ortega pretendía aprobar, siguiendo las recomendaciones del FMI. De los garrotes y pedradas se pasó a las armas de guerra y a los francotiradores que, junto con la policía, dejaron un rastro de 328 asesinados, según el informe de Amnistía Internacional y de investigadores independientes solicitados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. A este macabro recuento hay que añadir al menos 130 de las más de 1.500 personas detenidas en ese entonces, que permanecen en prisión, la mayoría de las cuales fueron sometidas a torturas y violencia sexual.

La truculencia política de Ortega quedó al descubierto en el primer trimestre de 2021 de la mano de quien, hasta finales de 2018, era uno de sus principales operadores: el ex magistrado de la Corte Suprema de Justicia Rafael Solís. Desde su exilio en Costa Rica, Solís dijo que orientó a los jueces para que redactaran las condenas de los detenidos en las protestas mucho antes, incluso, de que comenzaran las investigaciones. En la represión callejera «la orden era disparar a la cabeza y al cuello», como confirmó el peritaje de los investigadores independientes. Muchas personas murieron porque los hospitales públicos tenían expresamente prohibido atender a los heridos. Los médicos que se atrevieron a enfrentarse a las órdenes del gobierno fueron despedidos o acabaron exiliándose. La represión y las detenciones de los últimos meses, a su vez, tienen como objetivo evitar que el régimen sea derrocado en las elecciones presidenciales previstas para noviembre.

El régimen de Ortega-Murillo es ahora un paria, aislado por la comunidad internacional y esto deja a la sociedad como rehén de la represión y la arbitrariedad. Lamentablemente, esta tragedia política ha sido observada con cruel miopía y afasia por una parte importante de la izquierda brasileña, que sigue siendo rehén de la narrativa oficial de que la crisis es el resultado de otro «golpe imperialista».  Cabe preguntarse si el régimen político nicaragüense puede seguir llamándose democracia o si no sería más apropiado decir que es, de hecho, una tiranía. Un régimen más que reprime sistemáticamente a la sociedad civil, impidiendo su movimiento y crítica y dilapidando lo que serían las instituciones democráticas, como también ocurre en Venezuela y Cuba.

Como personas visceralmente comprometidas con la justicia social, la democracia, el feminismo y el respeto a los derechos humanos, nos preguntamos: ¿Hay que aceptar todo lo que hacen y cometen nuestros (supuestos) aliados en nombre de la «realpolitik»?  ¿Es política y éticamente aceptable guardar silencio ante las violaciones sistemáticas de los derechos humanos en nombre de la «complejidad» de las situaciones internas de otros países?  Nuestra posición sobre Nicaragua está en consonancia con lo que han dicho otras voces de la izquierda latinoamericana, incluido el ex presidente Pepe Mujica: no es digno ni decente defender los derechos humanos por «razones políticas» cuando conviene, y callar cuando no. La catástrofe política en Nicaragua no puede seguir siendo tratada por el campo de la izquierda, en Brasil, como un problema menor, o una crisis que no nos concierne.



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